Este ensayo fue uno de mis trabajos para la licenciatura de antropología social y cultural. Lo incluyo en mi blog porque aquí hablo de un aspecto muy importante del ser humano, su tendencia a trascender lo material, o sea a tener pensamientos y creencias que van más allá de la experiencia inmediata; esto es hablar de lo espiritual, de lo mental y de lo psicológico.
Al presentar este ensayo no pretendo referirme a la lucha de poder entre dos sistemas de creencias espirituales, la religiosidad popular y la religión oficial, sino lo que quiero es poner de relieve la necesidad humana de mantener creencias que trascienden la cotidianidad, llámese si se quiere creencias religiosas o espirituales. Si la religión hegemónica no aporta satisfacción las personas buscarán otras creencias trascendentes. La búsqueda de dichas creencias puede ser en otras religiones conocidas o en grupos con prácticas espirituales catalogadas de sectarias, ver el artículo sobre sectas y actitudes sectarias. Las religiones oficiales o hegemónicas no son más que un modo particular de vivir y entender unas creencias trascendentes, pero los hombres han tenido y tienen infinitos modos de vivir y entender dichas creencias.
La expresión “religiosidad popular”, en un primer momento, alude a un sistema de creencias religiosas contrapuesto al sistema representado por la religión canónica, todo ello referido a nuestro entorno socio-cultural. He dicho en un primer momento porque para proseguir con el desarrollo del concepto de religiosidad popular, deberíamos entender los significados de religión, religiosidad y de popular. Como referencia, tomaré las siguientes definiciones para cada uno de los términos, para religión, “conjunto de creencias y prácticas relativas a lo que un individuo o grupo considera divino o sagrado”, para religiosidad, “práctica y cumplimiento de las obligaciones marcadas por una religión, así como el fervor que acompaña dichas prácticas” (quiero poner de relieve que esta definición tiene dos acepciones, la primera es la defendida por la Iglesia oficial, la segunda sería defendida por cualquier persona que en su devoción religiosa realiza prácticas calificadas, tradicionalmente, de religiosidad popular. Esta distinción de acepciones es lo que fundamenta buena parte el discurso del presente ensayo) y para el término “popular”, del pueblo.
Nuestro entorno cultural nos lleva a pensar y a dar por sentado la existencia de ambos modos de vivir la religión, o incluso, lo que es peor, que una cosa es religión -la canónica- y la otra no es más que superstición, propia de gente inculta. Un modo tendencioso de ver las cosas, reforzado por intereses de poder, en este caso, la religión oficial queriendo mantener el monopolio de la verdad revelada por Dios, el monopolio de cómo vivir la espiritualidad.
El artículo del autor, José Luis García García (La Religiosidad Popular, Tomo I) ilustra perfectamente lo referido anteriormente. En dicho artículo, el autor describe brevemente dos prácticas religiosas, ambas motivadas para poner fin a un cúmulo de desgracias. En una se pide consejo a “La Santa”, una mujer que profesa la religión católica y de reconocidas virtudes espirituales, para muchos la Santa y para otros la bruja; esta práctica fue siempre recriminada por los sacerdotes e incluso el párroco se vio obligado a dedicar algunas hojas parroquiales a disuadir a la gente de estas “supersticiones”. La otra práctica que el autor utiliza para comparar ambos sistemas religiosos ocurre en circunstancias similares y se utilizan los mismos rituales que en la primera práctica religiosa, pero aquí se pide consejo a un representante de la religión oficial y, como es de esperar, no se la tacha de superstición. El autor explica el significado de la comparación de ambas prácticas del siguiente modo: “Si ni creencias ni prácticas son necesariamente diferentes en la religión oficial y en la religiosidad popular, ¿qué es propiamente lo que las caracteriza y las hace aparecer como dos manifestaciones singulares del fenómeno religioso? ¿Dónde está la heterodoxia con la que se califica frecuentemente a prácticas populares del tipo que descrito? ¿Qué marca la frontera entre la creencia fiable y la superstición? Desde mi punto de vista la respuesta no debe buscarse en el ámbito de las ideologías que sustentan las prácticas, sino en el del control y el poder social”.
Otro ejemplo que ilustra la pugna de la religión oficial por mantener el control de la práctica religiosa, es lo expuesto por Javier Peso Moreno en su artículo “Formas de Religiosidad Popular en el Mundo Urbano: el Culto a San Pancracio” (artículo incluido en el libro “la Religiosidad Popular”, Tomo I). El autor lo expresa del siguiente modo: Entre las declaraciones que he podido obtener de sacerdotes, teólogos, católicos de misa dominical y las propias monjas del convento, he detectado diversas actitudes que, en conjunto, vienen a demostrar que estas formas de culto son vistas con cierto recelo (al menos en teoría) por parte de estas personas que podemos considerar como representantes de la “oficialidad”.
Como ya he dicho, las religiosas de Santa María de Jesús mostraron desde el primer momento un rechazo hacia la instauración del culto en su capilla por temor a que les restase la tranquilidad necesaria para el retiro y la oración; y según ellas, si no hubiese sido por la insistencia de algunos devotos, hubieran preferido no colocar el santo en el templo. También se manifiestan en desacuerdo con las actitudes de algunos devotos, a los que tachaban de “supersticiosos”, poniendo como ejemplo la ofrenda del perejil. Para ellas, como también reconocen otros miembros de la Iglesia, la devoción a san Pancracio. En la forma que la entienden la mayoría de los fieles, “no se ajusta todo lo que debiese” a la ortodoxia, aunque consideran estas “desviaciones” como “un mal menor”, ya que este tipo de culto son “la única posibilidad de acercamiento a Dios de los faltos de formación”. Otras opiniones menos indulgentes, aunque en esta misma línea argumental, llegan a mostrar el desprecio más absoluto por las “incultas clases populares”.
En este último extracto se dejan entrever unas ideas relevantes para mostrar la pugna que la religión canónica mantiene frente a toda manifestación de religiosidad que no este dirigida o controlada por ella. En el mejor de los casos, son formas de culto permitidas, formas de culto vistas con recelo y como un mal menor, una actitud que desprestigia dichas formas de culto, y además se las califica de supersticiones y de gente inculta, calificaciones que refuerzan el desprestigio.
Los que ponen el acento en el epíteto “popular”, queriendo o sin querer transmiten esas ideas descalificadoras sobre tales manifestaciones religiosas (o espirituales); en tal caso, el término popular implica connotaciones peyorativas, tales como ser inculto, carecer de formación, no ser racional, pertenecer a una baja clase social,… De ahí que se haya extendido la creencia que la supuesta “religiosidad popular” es una práctica propia de ámbitos rurales, por pensar en un mundo rural carente de personas instruidas, un mundo que se deja guiar por las emociones en lugar de la razón. Es verdad que las personas que viven en el campo o en el pueblo han tenido mayores dificultades en acceder a las formaciones académicas (tradicionalmente, ya que cada vez resulta más difícil establecer la frontera entre rural y urbano), también es verdad que en el mundo rural los cambios culturales son más lentos que en el mundo urbano, en este último se dispone de una mayor diversidad de ideas culturales, lo que permite cuestionarse la propia conducta habitual y posibilita los cambios culturales. Pero, no es menos cierto que la religiosidad no tiene nada que ver con la posición social, ni con el nivel académico, ni con la “razón”; la religiosidad es la actitud en la práctica de una religión y la religión de un grupo social nos describe como se establece la relación con el mundo sobrenatural en dicho grupo. La religiosidad es un hecho individual y social, una necesidad humana que en cada grupo social tomará una determinada forma cultural y que en cualquier momento puede institucionalizarse en mayor o menor medida.
En nuestro entorno socio-cultural la religión católica ha generado una institución, lo que conocemos como religión oficial o canónica, con una jerarquía y un cuerpo de doctrina; lo que se entiende como religiosidad popular quedaría fuera de dicha institución, aquí no prevalece la jerarquía eclesiástica, pero sí la doctrina católica, doctrina que fundamenta las prácticas de la religiosidad popular. Si las dos prácticas, la oficial y la popular, comparten la misma doctrina, por qué ese empeño por parte de la Iglesia eclesiástica en poner de relieve la existencia de la práctica popular como formando parte de una dimensión religiosa diferente. El motivo conocido, ya lo vengo diciendo, es mantener el control de la religiosidad. Pero ¿de que modo, la religión oficial, argumenta las descalificaciones apuntadas más arriba? ¿cómo justifica la deslegitimación de la práctica, mal llamada, popular? Para una mayor comprensión, la respuesta debería ir precedida de otra pregunta, ¿qué aspecto de la práctica religiosa popular será relevante para ser tildada de “popular”? En todos los tiempos y culturas, la característica primordial de cualquier aspecto religioso es la creencia en la posibilidad de alterar el curso de los acontecimientos para recibir favores mediante los milagros y la utilización simultanea o alternativa de la religión y la magia para resolver las necesidades primarias, entre las que la salud ocupa el primer lugar. Nuestra Iglesia ve con ojos críticos las prácticas religiosas encaminadas a pedir curas milagrosas a las figuras divinas y santas. Como dice Salvador Rodríguez Becerra: “La Iglesia parece haber renunciado a su poder tradicional sobre la salud haciendo dejación a favor de la medicina y ofreciendo a cambio una respuesta teológica para los creyentes”.
En efecto, eso es lo que parece, porque uno de los requisitos para las actuales beatificaciones sigue siendo la prueba de que el candidato a beato haya obrado algún milagro. Lo que parece es que la Iglesia se arroga la función en exclusividad de mediar entre los hombres y los seres sobrenaturales, no le interesa la espiritualidad o religiosidad espontánea, porque en tal caso los creyentes se vuelven menos dependientes de la institución eclesiástica, para esta última eso significa perder poder.
Las promesas y exvotos son acciones representativas de las manifestaciones de la religiosidad del pueblo, acciones que suponen una actitud mágico religiosa, de reconocimiento de la incapacidad humana para resolver sus necesidades y de súplica a los poderes sobrenaturales, a los que se puede propiciar, forzar o manipular mediante la oración, el sacrificio y las ofrendas. En el pueblo de mis padres esta la capilla de “San Rafael”, siempre repleta de exvotos; aunque en la actualidad la práctica de ofrecer exvotos parece estar en desuso, años atrás los lugareños mostraban mucha devoción al santo. Dicha práctica se la consideraba totalmente integrada dentro del sistema de la religión oficial. En el pueblo, todo el mundo conocía las prácticas preceptivas de la Iglesia: acudir a misa los domingos, santificar las fiestas, realizar los rituales sacramentales en los momentos correspondientes,… pero todo el mundo asumía que una multitud de acciones religiosas conformaban la cultura religiosa del pueblo o de la comarca, dichas acciones eran la manifestación del fervor religioso, algo inseparable de la práctica religiosa o del hecho de profesar una religión. Por supuesto, el concepto de “superstición” formaba parte del lenguaje cultural -y todavía sigue vigente-, cualquier relación con fuerzas sobrenaturales que no pertenezcan a los elementos que conforman el sistema de la religión católica será tildado de práctica supersticiosa o de magia. La población acepta la autoridad eclesiástica, pero no distingue entre religiosidad oficial y religiosidad popular. Las emociones, los sentimientos, el fervor y la devoción son consustanciales a las actitudes ante lo sagrado, ante lo significativo para nuestras vidas; como en cualquier hecho cultural, la religión oficial representa un patrón a seguir y luego, cada individuo, cada grupo social, aporta matizaciones o variaciones entorno a dicho patrón. La Iglesia oficial es la institución del hecho religioso y la religión se sustenta por el hecho espiritual, algo consustancial al ser humano y, ya se sabe, que lo inherente al ser humano, se desarrolla a través de distintas formas culturales. En nuestro entorno socio-cultural la doctrina católica ha vehiculado la espiritualidad de la mayoría de las personas, pero no la ha sustituido. La espiritualidad es un hecho individual, aunque solo pueda tener lugar en un entorno socio-cultural determinado, es una componente importante de nuestro “yo”, y como tal la experiencia espiritual siempre será vivenciada revestida de afecto y de aportaciones personales. De ahí que la religiosidad, que muchos autores se empeñan en llamar popular, haya sido la forma de vivir la espiritualidad para los creyentes católicos. Hoy en día, después del advenimiento de la democracia, se han diversificado los modo y formas de vivenciar la espiritualidad fuera de la doctrina católica; hay toda una gama de religiones, cada una con su cuerpo de doctrina, donde poder experimentar la espiritualidad; además, para tal finalidad, han surgido multitud de formas culturales laicas, formas culturales que, si no pueden ser denominadas religiones, entonces tendremos que decir que la religiosidad se ha secularizado.
Creo que es importante detenerse para analizar de que modo se ha podido construir la idea de una religiosidad “popular”. El motivo de dicha construcción, algo repetido en presente artículo, es mantener el poder o control de la religiosidad-espiritualidad; el modo o los medios utilizados para tal fin son el esgrimir argumentos a la manera como lo suele hacer cualquier ideología hegemónica para mantener su preponderancia, tal como dar por sentado ciertas ideas provenientes de instancias que ostentan poder (las ideas defendidas por la “autoridad” son sugerentes), tergiversar el sentido o significado de un concepto o hecho (es bien sabido que teorizamos según nos conviene o que de un hecho dejamos entrever solo la parte que nos interesa resaltar) y descalificar las ideologías contrarias. Es lo que la religión canónica ha ido “cultivando” desde hace tiempo, una cuestión interesante es saber desde cuándo la Iglesia ha emprendido esta actitud beligerante contra la espontaneidad religiosa, intentaré dilucidar dicha cuestión más adelante.
Una muestra de palabras y expresiones peyorativas utilizadas como argumentación en contra de la religiosidad del pueblo, la encontramos en el texto de Javier Peso Moreno, las expresiones, “No se ajusta todo lo que debiese”, “son desviaciones”, “son un mal menor”,… he ahí como la supuesta autoridad eclesiástica rebaja, desdeña o desprestigia una práctica religiosa; a lo que consideramos autoridad le conferimos la posesión de la verdad. El término “superstición” ya era usado por los romanos para calificar las creencias religiosas provenientes de otros pueblos, los primeros cristianos identifican superstición con paganismo y con prácticas relacionadas con la magia, la adivinación y la astrología; en todos estos casos el término “superstición” se convierte en un insulto, en una expresión que alude a la ignorancia de quien defiende y manifiesta prácticas que se oponen a las creencias o al saber considerados legítimos, por lo tanto pocas veces captamos su significado real. Según el diccionario de la Real Academia Española, superstición tiene dos acepciones, “creencia que tiene su fundamento en causas sobrenaturales o desconocidas” y “miedo o respeto injustificado a ciertos hechos, objetos, coincidencias…” Si nos atenemos a dichas definiciones, cualquier observador de una cultura que no sea la suya encontrará en dicha cultura observada, multitud de prácticas supersticiosas. Por parte de la religión católica oficial resulta arbitrario tildar de supersticiosa una creencia religiosa, cuando aquella se sustenta en la fe, la fe necesaria para admitir los dogmas que conforman la doctrina oficial; la definición de fe es la creencia firme en algo, sin que sea necesario probarlo, especialmente en materia religiosa, esta paradoja en la que se incurre es obviado, por eso afirmaba antes que se teoriza según nos conviene. A partir de la edad moderna la Iglesia se inclina a usar las expresiones “razón” y “racionalidad-científica” para combatir la religiosidad del pueblo. La “razón” de los ilustrados liberó a los individuos de las creencias dogmáticas impuestas por el poder eclesiástico y político; los hombres poseen la capacidad de pensar e innovar por sí mismos, pero la razón no es algo que se pueda poseer en exclusividad, no es una verdad absoluta, no es un modo de pensar correcto y definitivo. Lo que hace la Iglesia es arrogarse la “razón” de igual modo que hizo con la verdad revelada y con las correctas creencias. Así, denigrar las creencias de los demás mediante descalificaciones tales como “superstición” e “irracional”, es crear un discurso paradójico, ya que las creencias no están sujetas a ningún método racional. La racionalidad-científica nos ha ayudado en el progreso tecnológico, pero seguimos enfermando y muriendo, por lo tanto, la dimensión de las creencias seguirá siendo inherente al ser humano. Las expresiones “gente inculta” o “gente poco instruida” utilizadas para desprestigiar los que realizan prácticas religiosas populares, han sido argumentos falaces. La formación académica nunca condicionó el tipo de práctica religiosa, sino el contexto cultural donde uno vive o con el que uno se identifica.
Hay que preguntarse por qué la religiosidad popular, entendida como el modo espontaneo e individual de vivir la espiritualidad acorde a una específica forma cultural, ha supuesto un peligro para el poder hegemónico de la Iglesia oficial. Nuestra religión canónica posee su propia liturgia, si en todas partes los católicos manifestasen la devoción religiosa a través de dicha liturgia oficial, a la Iglesia no le hubiese hecho falta construir la idea de “religiosidad popular”; el peligro para la Iglesia eclesiástica radica en la existencia de las distintas formas culturales de vivir la devoción, porque cuanto más las prácticas religiosas se alejan de la norma litúrgica oficial, mayor independencia religiosa adquieren los sujetos de dichas prácticas.
Para la Iglesia oficial, el objeto de su beligerancia, ha sido evitar la independencia religiosa de sus creyentes. Las prácticas de religiosidad popular han sido toleradas, siempre que no se perdiese un total control sobre ellas; incluso algunas de dichas prácticas se han institucionalizado, como son las hermandades y cofradías, no sin padecer las constantes embestidas, por parte del poder eclesiástico, para someterlas a su control. A este respecto, recojo un extracto del libro “Religión y Fiesta” de Salvador Rodríguez Becerra: “Las hermandades y cofradías han sido las instituciones más generalizadas en el mantenimiento de las ermitas y santuarios, aunque cuando éstos han cobrado notoriedad, con lo que ello conlleva de visitas, limosnas, donativos, misas, etc., han estado siempre expuestas a las embestidas de otras instituciones o intereses que las han intentado someter a su control. No escapó a estas intenciones la cofradía de la Cabeza, que en 1597 y 1552 tuvo que pleitear con otros tantos clérigos y con los carmelitas descalzos, que llegaron a fundar en el santuario, siendo desalojados por sentencia de 1593. De esta forma consiguieron conservar sus privilegios, manteniendo a la Iglesia al margen mientras la cofradía ejercía su exclusiva autoridad. Esta situación se quebró en 1931 cuando se concedió la custodia del santuario a la orden trinitaria”.
En las prácticas religiosas populares los devotos defienden su propio modo de manifestar el fervor religioso, pero hay que recordar que uno de los componentes más importante de cualquier religiosidad, es la creencia en la intervención de los seres sobrenaturales en el curso de las enfermedades y los accidentes evitando la muerte o acelerando la curación; una creencia que siempre se ha reflejado en las prácticas religiosas cristianas. La tradición curativa en el cristianismo es tan antigua como su propia existencia. En la religiosidad popular encontramos multitud de prácticas para rogar a la divinidad y a los santos, protección y curación de la enfermedad; este aspecto de la religiosidad popular es el más controvertido y el que recibe mayores críticas por parte de la Iglesia institucional, aspecto que, hoy en día, mantiene vigente su preponderancia en la religiosidad del pueblo. Me permito repetir lo apuntado por Salvador Rodríguez Becerra, “La Iglesia parece haber renunciado a su poder tradicional sobre la salud haciendo dejación a favor de la medicina y ofreciendo a cambio una respuesta teológica para los creyentes”. Una renuncia formalizada en el Concilio Vaticano II. En el libro de este mismo autor, leemos lo siguiente: “Mensajes del Concilio a la Humanidad” … 1. Hermanos muy queridos, sentimos profundamente … Y nuestra pena aumenta al pensar que no está en nuestro poder el concederos la salud corporal, ni tampoco la disminución de vuestros dolores físicos… 2. Pero tenemos una cosa más profunda y más preciosa que ofreceros, la única verdad capaz de responder al misterio de sufrimiento y de daros un alivio sin engaño: la fe y la unión al Varón de dolores, a Cristo… 3. Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelar enteramente sus misterios…”
Hay que apuntar que la beligerancia por parte de la Iglesia oficial católica hacia la religión del pueblo, o esa construcción de la idea de religiosidad popular que aquella hace, data desde los tiempos de los Padres de la Iglesia. En su artículo, Pedro Córdoba Montoya, “Arqueología de una Noción Polémica”, recoge unas citas que aclaran la arqueología de dicha construcción, el autor cita a Peter Brown, el cual explica que el mismo San Agustín denunciaba que las prácticas religiosas populares eran supervivencias del paganismo y que habían sido toleradas en los primeros tiempos del cristianismo para facilitar la evangelización, pero ahora había llegado el tiempo de rechazar esas concesiones a la debilidad del vulgo que fueron provisionales. Peter Brown realiza el análisis de una práctica religiosa “El banquete funerario” para desmentir el discurso del santo; el autor mantiene que la polémica sobre el ritual del banquete no tiene nada que ver con disquisiciones teológicas, sino con conflictos sociales y luchas de poder. El autor del artículo reseña el análisis de Peter Brown, del siguiente modo: …La institucionalización del culto de los santos provocó una lucha de influencias entre la oligarquía de los obispos y las grandes familias cristianas de origen patricio. No se produjo ninguna incidencia perversa de las masas paganas, sino una crisis interna del cristianismo, un conflicto de poder entre dos representantes de la cúspide de la sociedad. Los obispos se dieron cuenta de que las grandes familias cristianas estaban privatizando todo lo referido a la santidad, comprando reliquias de mártires a cualquier precio, monopolizando a favor del pequeño núcleo familiar las vías de acceso al mundo sagrado. En esas condiciones los dignatarios eclesiásticos temen que los santuarios escapen a su control y, en realidad, la acusación de paganismo contra la comensalidad fúnebre en torno a las tumbas, no va dirigida contra las masas incultas del vulgo, sino contra las grandes familias cristianas para que renuncien a un patrocinio que sólo pertenece a la Iglesia…
Para seguir ilustrando la relación dialéctica entre las formas de religión preconizadas por las instituciones eclesiásticas y las percibidas y vividas por el común de las gentes, expongo unas líneas encontradas en el artículo de Salvador Rodríguez Becerra, sobre lo que, hacia 1450, decía el obispo de Avila, Alonso Tostado, en su libro El Confesional: “…El pueblo menudo se torna hereje idólatra, y puesto que algunas imágenes por revelación de Dios fuesen falladas en peñas o en fosaduras de tierra o en corazones de árboles, en lo cual hay muchas mentiras y muy pocas verdades; más fue y es lo mas dello introducido para sacar dinero de las bolsas ajenas. Empero dado que fuese así en verdad, aquella imagen no es de más virtud que las otras, pues por manos de hombres es hecho y no de ángeles, ni menos cayó del cielo, pues allí no hay piedras ni madera…”, lo que vendría a decir que estas creencias perviven al menos desde hace quinientos años entre el pueblo y en ocasiones han sido defendidas y consentidas por prominentes eclesiásticos.
Hoy en día, la Iglesia institucional parece haber dado un cambio de actitud ante la religiosidad popular católica, seguramente debido a la secularización de nuestra sociedad.
Es obvio que la secularización es un hecho que ha cambiado el panorama de la religiosidad y de la espiritualidad en nuestro entorno sociocultural. Sobre la secularización es importante aclarar una cuestión, cuestión que Joan Prat Carós recoge de una reflexión de Joan Estruch, el cual se pronuncia así: “En contra de cuanto afirman los apóstoles y militantes de la secularización mi tesis es que todo desencantamiento del mundo supone e implica a la vez la emergencia de nuevas formas de reencantamiento. Que la religión no desaparece, sino que se transforma. Que la nuestra, es una época de crisis religiosa, pero crisis en el sentido de que está produciéndose una metamorfosis de la religión y no en el sentido de su abolición”. Este modo de entender la secularización es fundamental para comprender la religiosidad como hecho humano que toma distintas formas culturales según distintos contextos socio-históricos.
La crisis de significados de los años sesenta y setenta redunda en una pérdida de poder para las Iglesias institucionales del mundo occidental; pero como lo expresa Joan Prat Carós: “Todo parece indicar que la tesis de Estruch se confirma, pues la supuesta secularización se acompaño de una serie de signos que reflejaban la notable vitalidad del ámbito religioso. Por una parte, el desarrollo del ecumenismo, es decir, aquella actitud más dialogante y respetuosa impulsada en el seno en el seno del catolicismo a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965); por otra parte, el fuerte ascenso en EEUU de las denominaciones evangélicas… En tercer lugar, el desarrollo de los fundamentalismos, opuestos de forma vehemente a los peligros morales que conlleva la modernización y su aceptación; también el impulso de los movimientos de renovación carismática, católicos y protestantes y, por último, la emergencia de los Nuevos movimientos religiosos, también llamados cultos o sectas, claramente orientados al mundo de los jóvenes y por ello conectados, desde sus orígenes, al ámbito contra-cultural.”
En la actualidad la Iglesia institucional muestra una mayor indulgencia ante la práctica de la religiosidad popular e incluso, una cierta predisposición a promocionarla, aunque, como siempre, sin dejar de intentar un cierto control sobre dicha práctica. Supongo que esta actitud por parte de la Iglesia oficial, se debe a una reacción ante la avalancha de los nuevos movimientos religiosos, los cuales suponen una seria competencia.
Recojo algunas reflexiones de algunos autores que ilustran el mencionado cambio de actitud por parte de la Iglesia oficial.
María J. Roma Riu, en su artículo “Una aproximación al fenómeno de las apariciones urbanas”, comenta: “Después del Concilio de Trento, y ante el peligro de herejías y supersticiones, la jerarquía eclesiástica pide muchas más pruebas que la masa popular para convencerse de la procedencia divina de la aparición, aunque en general se respetan las causas antiguas en la veneración” … “Si nos ceñimos a las apariciones urbanas actuales a las que he tenido acceso informativo, nos daremos cuenta de que pocas han sido las averiguaciones directas por parte de la jerarquía eclesiástica. De hecho, se han delegado investigadores y llamado a declarar en algún caso culminante, esto es, de videntes con lugar sagrado de apariciones definido, que permite la manifestación pública y la aglomeración de creyentes y curiosos” … “En estos últimos meses, como ya indiqué, se ha producido una inflexión con respecto a la ortodoxia del fenómeno, que obedece a varias causas. En primer lugar, el Santo Padre Actual lleva visitando varios santuarios de apasiones y su preocupación mariana es bien conocida, así como también responde a muchas expectativas de orden de la moral y de la santidad que no encontraron el mismo eco en los papas anteriores.”
De Elías Zamora Acosta, en su artículo sobre el culto a los santos en la ciudad de Sevilla, recojo lo siguiente: “Debido a causas diversas, en la actualidad experimentan un incremento notable que se refleja de una forma característica en los medios de comunicación de masas y está presente en muchos aspectos de la vida cotidiana de los ciudadanos.” … “Los devotos han asignado a los distintos santos unas funciones especificas y especializadas, y han desarrollado unas formas devocionales que se sitúan a veces al borde, si no fuera de la ortodoxia.” … “Junto a estos santos de devoción tradicional, los sevillanos rinden culto a otros de reciente incorporación, que están sometidos en mayor medida que los anteriores a los vaivenes de lo que podríamos llamar moda devocional.”
Otros autores describen el resurgimiento de la devoción y del fervor en la participación por parte de los jóvenes en cofradías y romerías. Como he dicho, estos son unos pocos ejemplos sobre las prácticas de la religiosidad popular en la actualidad y de la actitud que la Iglesia institucional católica adopta ante dicha religiosidad. La Iglesia oficial parece más preocupada por la perdida de adeptos que por la perdida del control sobre como los creyentes católicos manifiestan la devoción y el fervor.
En la actualidad, en el ámbito de la doctrina católica, parece que ya no tiene sentido seguir hablando de una religiosidad popular frente a otra oficial. Se constata que para los jóvenes adeptos católicos la religiosidad significa sentimiento religioso, jóvenes que encuentran en las prácticas religiosas la oportunidad de vivenciar la devoción y el fervor religioso; unos sentimientos que difícilmente se pueden despertar con solo ceñirse a las prácticas de la liturgia reglamentaria. Hay indicios para pensar que, aparte de la expresión religiosa, los jóvenes católicos encuentran o mantienen un marcador de identidad en tales prácticas religiosas; por un motivo u otro, los creyentes católicos necesitan vivir la religión con fervor, y no limitarse a cumplir unas obligaciones y prácticas marcadas por la liturgia de la religión. Por lo que hoy en día, el término “religiosidad popular” debería reservarse para representar la idea de expresión religiosa, expresión entendida como sentimiento o fervor que acompaña a las prácticas religiosas o espirituales.
La Iglesia canónica católica ha perdida su hegemonía, no sólo por el laicismo oficial implantado en nuestra sociedad, sino por el desencanto que la actitud de dicha Iglesia ha generado entre sus propios fieles. Fieles desencantados que no renuncian a la religión, sino que cambian de doctrina; son los apóstatas de la Iglesia Católica, unos se han adscrito a confesiones protestantes, otros a los llamados “Nuevos movimientos religiosos”, movimientos que en muchos casos han sido tildados de grupos sectarios por parte de la Iglesia Católica. La institución eclesiástica que había estado preocupada por su ortodoxia frente a la llamada “religiosidad popular”, ahora se enfrenta a la herejía (la Iglesia Católica ha sufrido una nueva escisión, la Iglesia Católica apostólica no romana) y a las sectas. La ideología “anti-secta”, no sólo es utilizada por la Iglesia, sino que ha calado en toda la sociedad. Hay que admitir que existen las sectas peligrosas o destructivas, pero el problema radica en poder disponer de criterios adecuados para poder detectar dichas sectas. La institución religiosa católica usa el termino “secta” para descalificar cualquier movimiento religioso, una descalificación para combatir la competencia. Desde una posición laica esta justificado tachar de secta peligrosa a ciertos movimientos religiosos, cuando tales grupos limitan la libertad de sus adeptos; cuando los seguidores de un movimiento religioso se apartan radicalmente de sus entornos socio-culturales, dicho movimiento debería ser sospecho de ser una secta destructiva. Pero el tema de las sectas requiere un estudio aparte, lo relevante, lo que se debe poner de relieve, es que el surgimiento de tantos grupos religiosos refleja la religiosidad del pueblo o popular o de la población, una expresión inherente a la condición humana y, por lo tanto, independiente de cualquier poder, aunque condicionada por los contextos históricos-culturales.
El panorama social esta repleto de nuevos movimientos religiosos. Pienso que, incluso las agrupaciones espirituales que no poseen un verdadero cuerpo doctrinal, deberían formar parte de la categoría de movimiento religioso (reservando el calificativo de “secta peligrosa” cuando sea pertinente); o qué decir de los grupos esotéricos, acaso tales grupos no están dominados por creencias relativas a poderes sobrenaturales o no revisten entes espirituales. En definitiva, lo que quiero referir es que la religiosidad como un objeto de estudio debe replantearse, la secularización de la sociedad a potenciado y diversificado las formas culturales de la religiosidad, recordando la tesis de Estruch: “La religión no desaparece, sino que se transforma”.
La Iglesia Católica como institución sigue prevaleciendo, muchos jóvenes se sienten adeptos practicantes, pero no quieren limitarse a las prácticas enmarcadas por las normas litúrgicas, sino desean un mayor protagonismo a la hora de vivir el sentimiento religioso, un protagonismo y un sentimiento que solo lo pueden encontrar en las prácticas que tradicionalmente quedan enmarcadas en la religiosidad popular. Otros jóvenes, han optado por otras confesiones que ofrece el mercado espiritual o por movimientos religiosos sospechosos de sectarismo. Toda esta diversidad religiosa sustituye la religiosidad popular que he presentado en este ensayo, esto prueba que la expresión religiosa es un hecho humano, que no puede reducirse a intereses de poder, quiero decir que es un fin en sí mismo; un hecho humano que, sin embargo, siempre fue utilizado para justificar y alcanzar algún tipo de poder, también se utiliza como marcador de identidad, y tal como ocurre en las sectas, la expresión religiosa se convierte en un sentimiento de pertenencia al grupo.
Así, concluyo afirmando, que la llamada “religiosidad popular” ha sido y es la verdadera expresión del sentimiento religioso. El hecho religioso no puede ser vivido sin religiosidad, esto es, sin fervor o sentimiento. La religión es un hecho humano, relativo a nuestra relación con lo sobrenatural, con la trascendencia, con lo espiritual. El término “popular” es redundante, no explica nada, ha sido una construcción de la institución religiosa hegemónica para descalificar y poder mantener el control sobre la expresión religiosa.
JOSE CANO
Soy psicólogo clínico, psicoterapeuta e hipnoterapeuta. Desde hace 27 años, trato los problemas psicológicos de los adultos. Mi orientación psicoterapeuta es ecléctica, aunque soy especialista en “Psicoterapia Dinámica Breve” (enfoque fundamental para entender y tratar los trastornos emocionales) y soy miembro de la “Sociedad Hipnológica Científica”.
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